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Diez años de Michi

Llegamos a la veterinaria antes de las seis. Las empleadas conversan entre ellas y ya tienen cara de querer irse. No nos han llamado en todo el día.
–Venimos por la cajita de… por las cenizas del gato –les dice Denisse.
Se miran entre ellas. Luego, nos piden el nombre.
–Michi Ruiz –les decimos.
Y recuerdo cómo a principios de semana, cuando lo internamos, lo comenzaron a llamar así, con nombre y apellido.
Michi, Michi Ruiz. Parece, a veces, como si hubiera estado con nosotros siempre.
Había tantas formas de llamarlo. A veces era el gatosonso, el gatazo, el gatote, el gatobola, el gato–chancho, el gaturro, el gatoloco. En fin, todos los alias del inmenso Michiberto y que quedan ya sueltos.
Las mujeres se ponen a cuchichear algo entre ellas. Una coge el teléfono y marca. Se va al cuarto de al fondo para hablar. A Denisse y yo nos da mala espina. Michi hoy hubiera cumplido diez años. Ya sé lo que va a pasar. Seguro que no tienen lista la cajita con las cenizas de Michi. A lo mejor la han perdido. Y no me siento con ganas de enojarme. Esperamos.
Hace solo unos meses, cuando comenzó la pandemia y comenzamos a quedarnos en la casa, Denisse pensaba que al Michi le gustaba estar con ella por las mañanas. Se quedaba en el cuarto o en la sala, acompañándola, y, luego, por las tardes, venía al escritorio conmigo. Así se distribuye, me decía.
Yo creo que sigue al sol, le comenté hace poco. Y posiblemente sí, desde antes que nos quedáramos recluidos en casa, el Michi seguía al sol, que moría en el escritorio. Y luego se quedaba conmigo cuando prendía la calefacción.
A veces estaba escribiendo y se quería subir a mis piernas. Me ponía una pata en la rodilla y me miraba. Parecía estarme diciendo ya pues, déjame subir. Rara vez en verano lo dejaba; en invierno, me ponía encima el poncho azul que traje de Ecuador y a él le gustaba subirse. Últimamente ya solo se quedaba mirando el poncho y ya sabía que se quería a trepar. Lo hacía un rollo y lo subía.
Era calientito. Siempre se hacía una pelota. A veces se dormía, con la cabeza entre mis piernas y un hueco del escritorio. A veces se despertaba y debía de pensar qué hago acá, se lanzaba al piso y se iba con Denisse.
Todavía recuerdo cuando era chiquito y corría, saltaba y era ágil. Flaquito, se podía subir por todos lados. Hasta que cumplió tres años vivió en la casa grande con jardín conmigo y mis papás. Le gustaba subirse a la higuera, camuflarse y asustar pajaritos. Cuando se hizo más gordo, abrazaba la higuera y se subía hasta un saliente alto para vigilar la casa escondido.
Cuando Denisse y yo nos casamos y nos fuimos a vivir a Lince, el Michi se vino con nosotros. Ahí alfombramos el parqué para que tenga más lugar para arañar, y el gato pasaba largo rato estirado y arañando el tapizón. Su lugar favorito era en medio de la sala, un pequeño espacio que el sol pintaba por una ventana al atardecer.
Habremos pasado tres navidades en Lince y después nos mudamos al apartamento del segundo piso en San Isidro. Es más grande para él, pensamos. Estará feliz explorando todas partes. Y lo fue. Le encantaba subirse a dormir a las sillas del comedor, debajo de la mesa. Le gustaba el puf junto a mi escritorio, el sillón naranja, y el espacio al pie de la cama.
–Señorita, disculpe –le dicen a Denisse –. Ha tenido un inconveniente la movilidad y lo traerán recién mañana en la mañana –nos despierta del recuerdo una de las mujeres.

Y así es como pasamos el cumpleaños número diez de Michi sin Michi.

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