>Salíamos de innumerables corredores
para encontrarnos,
inútiles, todas las tardes.
Por aquellas épocas fumábamos aquellos Winston grises,
delgados,
mientras veíamos a las muchachas pasar.
Nada parecía poder detenernos.
Planeábamos la muerte de las tardes
entre bocanadas.
Fue entonces, como siempre en la memoria,
que ocurrió:
de entre miles de avenidas y calles,
tuviste que haber pasado frente a la mía,
frente a la nuestra.
Cruzabas la pista y parecía como si vinieras.
Las medias serían blancas
(cuántas veces, sobre esto, discutimos
con los ya no tan muchachos, en esas noches
de Ballantines en las rocas).
Las rodillas eran lunas.
La falda era escocesa y roja, eso lo recuerdo bien,
lo recordamos siempre que te recordamos.
En estas noches de muchachos que sonríen mirando al vacío.
Tu cintura delgada pronunciando los flancos
de tu vaivén hipnótico.
Entre risas, siempre, despertamos
como hacías rebotar en el suelo nuestros núbiles cigarrillos,
cada día azul,
como harías rebotar nuestras esperanzas y sueños después.
Y cómo seguíamos, idiotas, las líneas a tu corazón,
bordeados por inútiles ilusiones,
que ninguno de nosotros dejó nunca de desear,
ni siquiera en estas noches.
¿Cómo no evitarlo?
Morder esos brazos en sueños,
Subir por el cuello cerrado
de nuestras frustraciones.
¿Cómo olvidar esos labios?
Y el usual Yves Saint Laurent mentolado
que solías morder,
cuando reías.
¿Cómo no saberlo?
Entonar los cánticos, ahora con los nuestros,
al verte descender entre nubes
de lluvia.
Y recordar tu rostro, perfecto
e insensible,
como cuando nos despedimos
de ti,
aquella tarde de agosto,
con el cielo plomo,
plomo como esos ojos
reflejados en todos los nuestros,
cuando te dijimos adiós
y cerramos el libro de nuestra vida.
Y aprendimos a soñar.
A reír, recordando tu risa,
y a extrañar,
derruidos,
los cigarrillos mentolados
y los días azules.