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El relicario

A mi esposa siempre le gustó el relicario que le regalé cuando nos casamos. La joya era pequeña, labrada en plata y había pertenecido a mi madre, quien, a su vez, la había recibido de su madre, según sé. Al abrir el interior, la foto de una mujer joven, casi una niña, se asomaba por el lado izquierdo; del derecho, enmarcado en un blasón antiguo, solo tres palabras: “ALEA IACTA EST”.

Nunca le pregunté a mi madre mientras lo usó qué querían decir. Al hablar de él, solo me decía que todas las mujeres de nuestra rama, las menores, lo usaban. “Solo mujeres y solo de nuestra sangre” –me repitió con un hilillo de voz minutos antes de morir. Con un temblor de manos, madre señaló débilmente el relicario. Yo pensé que esa sería su última acción, pero dijo algo más en su lengua materna, algo que no entendí bien, pero quizá fue: “a la tumba, claveles”.

Unos años después, con los ojos ya gastados, llevaría el ramo de claveles a la tumba de mi esposa, una mujer joven, casi una niña, cuya foto sonríe apenas desde el lado izquierdo del relicario que lleva mi hija.

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