<En diferido>
Son las diez y cuarenta de la noche en Huaraz. Estaba echado en mi habitación, leyendo un texto de una autora brasileña que me recomendaron en clase de narrativa, cuando escuché un sonido como de bombardas. Luego otro. Y otro. Corrí las cortinas. Abrí la ventana. Me asomé. Escuché. El eco retumbaba en la ciudad. Las luces de Huaraz me despertaron, la brisa me refrescó el rostro. No creo que hayan sido truenos. A lo mejor sí, pero no he visto rayos. Y no llueve.
Son extraños los pequeños sonidos de la noche. En mi habitación, en este departamentito del tercer piso en el barrio de La Soledad, cerca de la plazuela. La escalera junto a mi cuarto da hacia la azotea, espero que no llueva, porque sino la lluvia baja las escaleras. Mi cuarto es pequeño y al mismo tiempo acogedor. Es más pequeño que mi cuarto en Lima, pero no por mucho. Además, no tiene todos esos estantes y pesados libros y mi escritorio enorme ni el televisor que me estorba ni un ropero que se come bastante espacio. Este cuarto es simple, y calientito. Tengo mi cama con velador al costado, una mesa con dos sillas, una silla más y una especie de colgador para camisas o ropa en fin. Podría vivir meses aquí. Pero estaré hasta la próxima semana solamente.
La música, el cello, de Apocalyptica me acompaña esta noche, junto con este aire frío que casi casi me hace daño al respirar, y El nombre de la rosa que aun no acabo y que voy demorándome ya bastante tiempo en acabar. Mañana desempacaré mis discos de Bach, creo que sí. Mañana iré a la plaza de nuevo también, mañana, mañana, sábado.